Paquita cerró la puerta. Se había pintado los ojos, no mucho. Nunca le había gustado llamar la atención. Se tapó la mejilla llena de gritos con algo de maquillaje y salió a la calle. Pensó en sus hijos, en la comida que tenía que hacer y en la ropa arrugada que había salido de la lavadora. No quiso bostezar, le dolía la piel, el rostro, la mejilla, la vergüenza, el miedo, y porque no decirlo el alma.
Fue caminando pegada a la pared, sentía vacío y una gran inmensidad hacia todo. Se sentía pequeña. La noche anterior había sido como otras muchas. Los niños lloraban y la sangre se le amontonaba en la cara, en los brazos. El vacío de la mano cerrada le comía la vida
Cruzó la calle y se acercó hacia un grupo de gente que revoloteaba en torno a alguien en el suelo. No quiso mirar. Lo hizo.
Los ojos se le tornaron grises, huecos. Se vio a ella misma muerta, entre un charco de sangre. La mano cerrada consiguió su presa.
Siguió andando, se mordió el miedo y el llanto. Quiso gritar y se quedó muda. Pensó que mañana la esperaría el charco de sangre
Fue caminando pegada a la pared, sentía vacío y una gran inmensidad hacia todo. Se sentía pequeña. La noche anterior había sido como otras muchas. Los niños lloraban y la sangre se le amontonaba en la cara, en los brazos. El vacío de la mano cerrada le comía la vida
Cruzó la calle y se acercó hacia un grupo de gente que revoloteaba en torno a alguien en el suelo. No quiso mirar. Lo hizo.
Los ojos se le tornaron grises, huecos. Se vio a ella misma muerta, entre un charco de sangre. La mano cerrada consiguió su presa.
Siguió andando, se mordió el miedo y el llanto. Quiso gritar y se quedó muda. Pensó que mañana la esperaría el charco de sangre
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