29 jul 2013

Con la luz encendida


 
   Miriam era una joven de 22 años, delgada, de ojos grandes y chispeantes. Jamás la habían asustado historias de duendes, brujas o hechicerías. Estaba acostumbrada a creer sólo aquello que sus manos podían tocar y sus ojos ver.–¡Eso no existe! Son cosas que están en la mente- comentaba si alguien le hablaba de algún demonio en particular.
   Jamás hubiera imaginado que sus ideas estaban a punto de cambiar. Bajó del autobús maleta en mano, observando las casas hechas de barro y piedra, el pueblo tenía una sola calle, la subió  buscando la dirección que traía anotada.
   Aquella era la primer noche que dormiría en la casa de huéspedes; único lugar que había encontrado disponible el viernes anterior al llegar al pueblo como maestra de la escuela primaria.
Suspiró al mirar las pocas estrellas en el cielo, de pronto  se estremeció,  el aire había rozado las ramas de los pinos que estaban en el patio de la casa, el sonido que emitían era muy parecido a un grito callado y doloroso lo cual daba una atmósfera lúgubre al lugar. Sonrió- “un simple quejido de aire”- pensó.  Después de saludar a Doña Jacinta, dueña de la casa,  acomodó algunas cosas y colgó el rosario con cuentas grandes en la pared que daba a la cabecera de la cama, cansada se  durmió olvidando el sonido y la fría noche.
   Así transcurrió un año sin complicaciones. Tiempo durante el cual la joven había ganado la confianza de los dueños de la casa. Un par de ancianos que la consideraban ya como una hija.
   Un día, al regresar del trabajo se asombró al mirar su rosario roto y las cuentas regadas por toda la cama. Supuso que Mireya, la nieta de los dueños de la casa había entrado al cuarto molesta por las atenciones que sus abuelos tenían con Miriam.
   Le mostró el hecho a Doña Joaquina,  quien haciendo la señal de la cruz aseguró que no había duplicado de llaves y que era imposible el hecho de que alguien hubiera entrado a la habitación. Miriam no creyó el argumento y ese mismo día cambió el candado del cuarto que habitaba.
   Eran finales de noviembre, la noche tan oscura y fría, con el viento silbando entre los pinos como rumor de grito doloroso y callado parecía presagiar algo.  Miriam dormía como era su costumbre boca arriba y con una cobija tapando su rostro. De pronto sintió una brisa fresca en la cara; abrió los ojos y vio de frente la pared, estaba muy cansada e ignoró el hecho.  El viento continuó golpeando su cara, cosa rara, tenía la certeza de haber cerrado la ventana, no existía algún resquicio por el cual se pudiera colar un aire tan frío.
  Dispuesta a buscar el origen de aquella brisa abrió los ojos, de pronto ya no sentía el aire… su asombro no tuvo límites al mirarse fuera de su cuerpo.  Podía ver sus pies, tapados con la cobija; la mesita de noche con los perfumes. Acercó sus manos para confirmar que realmente era como un ser suspendido fuera del cuerpo. Intento girar para acomodar cabeza con  cabeza y pies con pies.   “Esto no puede ser” pensó, cerró los ojos con fuerza y al abrirlos de nuevo habitaba su cuerpo.
  Al día siguiente pensó que todo había sido un sueño, y decidió olvidar el hecho. Grave error, tres noches después volvió a ocurrir lo mismo, solo que ésta vez al verse fuera del cuerpo advirtió muy cerca de ella una presencia que no podía mirar.   Un sentimiento de extravío la invadió.  Cerró los ojos y pensó en aquella oración  aprendida de niña: “Padre Nuestro que estás en los cielos...” Al instante abrió los ojos, sus brazos estaban cruzados sobre el pecho, ella boca abajo.- ¡Qué extraño!- se dijo- Siempre duermo boca arriba...
   Decidió no contar lo que para ella era solo una pesadilla. Intentando olvidar el asunto pensó que el trabajo la había agotado y todo era producto del cansancio.  Esa noche, antes de apagar la luz sintió un escalofrío recorrer su piel, era un hormigueo que empezaba en los pies y subía lentamente por su cuerpo hasta llegar a los hombros acelerando su corazón. Tomó aire y sacudiendo la cabeza dijo-¡Tonterías!, sonrió al darse cuenta que lo había dicho en voz alta.  Apagó la luz y se dispuso a dormir.
   Aún sin proponérselo la invadió el temor de cerrar los ojos, por lo que se mantuvo despierta algunas horas intentando no pensar. No se dio cuenta del momento en el cual los cerró hasta que sintió de nuevo aquella brisa fría tan familiar en el rostro. “No de nuevo”-pensó y abrió rápidamente los ojos pero ya era tarde, de nuevo su cuerpo yacía debajo de ella y entre la oscuridad que la rodeaba sintió de nuevo aquella presencia observando. Un miedo enorme se apoderó de su ser. De pronto se preguntó dónde estaba la puerta para volver al cuerpo. ¿Por qué estaba ella ahí? ¿Cómo esconderse de aquella presencia que no podía ver pero sabía la observaba? Recordó la noche anterior, y volvió sobre la oración realizada: “Padre nuestro que estás en los cielos…” su terror llegó al límite cuando escuchó claramente como si un grupo de niños en coro repitiera en son de burla lo que ella decía: “Padre nuestro que estás en los cielos…” miró a su alrededor, una vasta oscuridad y en medio aquel ser que solo podía percibir, el temor de sentirse atacada de un momento a otro la llevó a cerrar los ojos con fuerza para decir: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…” , escuchó de nuevo el coro de niños repetir en son de burla: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…” en medio del horror exclamó: ¡Dios único creo en ti, sólo tú puedes sacarme de aquí! Al instante sintió como su alma se proyectaba hacia su cuerpo. 
   Al despertar observó que sus manos estaban cruzadas sobre el pecho, con el cuerpo boca abajo.  Se levantó rápidamente, encendió la luz. Pasó la madrugada orando. Durante las siguientes semanas solo durmió de dos a cuatro horas diarias.  Antes de hacerlo se aseguraba de encender la luz y dormir boca arriba para lo cual se enredaba el cuerpo en una sábana de manera que los brazos quedaran a los costados y fuera del pecho. También consiguió una biblia y agua bendita que regó por las cuatro esquinas de la habitación. Sólo así logró dormir tranquila.

    Pasaron semanas, meses. Ya empezaba a olvidar  las pesadillas, aunque dormía con la luz encendida y las sábanas sueltas cuando una noche soñó que estaba en otro cuarto de la misma casa observando una pared llena de fotografías viejas.  De pronto a la puerta llegaba una chica de su edad y le preguntaba:¿Y tú qué estás haciendo aquí?- Miriam contestaba  -¡Nada! Solo rento una habitación. La chica molesta, decía-¡Pues no tienes nada que hacer aquí! ¡Ellos son mis padres, míos y solo míos!  En ese momento las imágenes de las fotografías empezaban a moverse.  Miriam despertó asustada.
   Recordó que en el pueblo todos pensaban que era hija de Don Jacinto y Doña Joaquina, incluso ellos mismos así la presentaban ante familiares y conocidos.   Esperó la tarde para platicarles aquel sueño. Los ancianos se miraron sorprendidos al escuchar su relato. Después de unos momentos,  Don Jacinto rompió el silencio para preguntarle cómo era la muchacha del sueño –Más o menos de mi edad- dijo Miriam, cabello oscuro, morena, delgada, de ojos oscuros.
    Entonces Doña Joaquina le dijo- ¿Sabes? Nosotros tuvimos una hija que ahora sería de tu edad. Solo que murió poco después de nacer. Por eso te decimos “Hija”.  Tú nos las recuerdas mucho. Murió aquí, en ésta casa.
   Miriam escuchaba atenta sin salir de su asombro, éste se transformó en horror al ver que la fotografía  detrás de Doña Joaquina  comenzaba a moverse, así como los demás cuadros de la casa. Un eco de voces infantiles gritaban:¡ Ellos son mis padres!¡Míos, sólo míos! Huyó a su cuarto seguida por el coro de niños. Entrando a la habitación miró su cuerpo, en esos momentos un médico le cerraba los ojos.
   Los vecinos cuchicheaban que para entrar habían tenido que forzar primero la ventana, solo de esa forma lograron abrir la puerta.
   Alcanzó a ver a Doña Joaquina que lloraba desconsolada junto al cuerpo, la anciana musitaba –¿Pero quién le apagó la luz? A ella le gustaba dormir con la luz encendida.

 Szív Márquez

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